Por Ezequiel Fernández Moores Para LA NACION
Publicado en edición impresa
El 24 de mayo de 1995, un día antes del debut ante Australia, Nelson Mandela llegó en helicóptero militar a la concentración de Silvermine, en Ciudad del Cabo. Presidente sudafricano desde un año antes y encarcelado durante 27 años por el régimen racista del apartheid, Mandela hizo unas bromas iniciales y luego habló seriamente al plantel de los Springboks. "Recuerden, todos nosotros, blancos y negros, estamos con ustedes", dijo Mandela a los jugadores de la selección sudafricana de rugby. Emocionado, el centro tres cuartos Hennie Le Roux le regaló su gorra Springbok y el capitán Francois Pienaar lo despidió arengando a sus jugadores: "Hay una persona para la que sabemos que tenemos que jugar, y es el presidente".
Es el comienzo del emotivo tramo final de "El Factor Humano". El excelente libro del periodista inglés John Carlin, en venta desde hace unos días en Buenos Aires, y que Clint Eastwood ya comenzó a filmar en Sudáfrica, con Morgan Freeman en el rol de Mandela, Matt Damon como Pienaar y Scott Eastwood, hijo del director, como Joel Stransky, el medio apertura que anotó todos los puntos en el agónico triunfo 15-12 sobre los All Blacks neocelandeses en la final del Mundial de rugby de 1995. Una victoria que, según Carlin, acaso salvó a Sudáfrica de caer en una guerra civil y permitió el acceso al poder de la mayoría negra sin que fuera necesario derramar más sangre, pese a las cuatro décadas de racismo legalizado.
Mandela, que en su juventud, en 1961, fundó el brazo armado del Congreso Nacional Africano (CNA), fue al día siguiente a la inauguración del Mundial con la gorra de Le Roux. Los jugadores cantaron el himno Die Stem, del gobierno racista, que celebraba la conquista blanca, pero también entonaron el Nkosi Sikelele, el himno oficial de la liberación negra, que pide la intervención de Dios para poner "fin a todos los conflictos" y que durante los años del apartheid era entonado por los negros en sus protestas. Los rugbiers, en su mayoría símbolos de los afrikáner, la minoría opresora blanca de origen holandés, habían aprendido a cantarlo apenas días antes de que comenzara el Mundial. Es uno de los tramos más hermosos del libro de Carlin, de padre escocés y madre española y que de niño vivió seis años en Buenos Aires, donde retornó a los 23, en 1979, e hizo sus primeras armas como periodista en el diario Buenos Aires Herald.
La idea de que los jugadores cantaran el himno negro fue de Morne Du Plessis, un mítico ex capitán de los Springboks, designado manager del equipo en el Mundial 95 y que salió a la plaza el 11 de febrero de 1990, a celebrar la liberación de Mandela. Al día siguiente del debut (victoria de 27-18 sobre Australia, con 22 puntos de Stransky), Du Plessis llevó al plantel a Robben Island. De a uno, los rugbiers entraron a la prisión de 2,5m x 2,1 en la que Mandela pasó 18 de sus 27 años encarcelado. El preso 46664 dormía sobre un colchón de paja, con tres mantas muy finas, y sólo salía de la prisión para realizar trabajos forzados, lavarse con cubos de agua fría o probar comida deprimente, además de sufrir amenazas y castigos del coronel Piet Badenhorst.
Al promediar el Mundial, Mandela fue a una concentración del CNA en una zona rural, de las más castigadas por el apartheid. Se puso la gorra Springbok que le había regalado Le Roux y la multitud lo abucheó. "Esta gorra es en honor de nuestros chicos, que juegan contra Francia mañana por la tarde". Los abucheos siguieron. "No sean cortos de miras, la construcción nacional significa que hay que pagar un precio". No sólo aceptaron su pedido, sino que, además, la población negra, fanática del fútbol, pero no del rugby, comenzó a vibrar tras el emotivo triunfo frente a Francia. Los jugadores
salieron a jugar ante Francia emocionados por el gesto de Mandela, de ponerse la gorra de Le Roux sabiendo que era una afrenta para sus propios seguidores.
Mandela, que hoy a los 90 años ya tiene fallas en su memoria, y confía en el próximo gobierno del polémico candidato del CNA, Jacob Zuma, firme favorito en las elecciones presidenciales del 22 de abril, dio el último gran golpe el día de la final. Fue al Estadio de Ellis Park, corazón de la Sudáfrica racista, vistiendo la camiseta Springbok con el número 6 del capitán Pienaar. "Ese fue un mensaje muy fuerte", me dice Hugo Porta, mítico capitán de Los Pumas, presente en esa final, como embajador argentino en Sudáfrica. "Sólo recuerden que toda esta multitud, tanto negros como blancos, está con ustedes, y que yo estoy con ustedes", arengó Mandela a los jugadores en el vestuario. Dan Moyanne, un periodista nacido en el ghetto de Soweto y exiliado en Mozambique, entonó ante los 62.000 espectadores Shosholoza, una canción de esperanza del trabajador que vuelve a casa, en lengua zulú, mientras a su mente llegaban imágenes de sus compañeros asesinados. "¡Nel-son, Nel-son!", gritó la multitud cuando Mandela entró al campo de juego. El capitán Pienaar se mordió los labios hasta sentir la sangre y no pudo cantar el himno negro porque sintió que si lo hacía quedaría derrumbado por el llanto. Sudáfrica terminó ganando 15-12 en tiempo extra ante la favorita Nueva Zelanda del gigante Jonah Lomu. Y los negros salieron a las calles a festejar como casi nunca.
El relato final del libro de Carlin, quien llegó a jugar de fullback en la Universidad de Oxford, es altamente emotivo. El Mundial de rugby es una gran excusa porque su libro, en rigor, es un homenaje a la grandeza de Mandela. A su decisión, primero, de unir no sólo a su gente, dividida en diversas etnias, sino también de ganarse al enemigo. De no enfrentar al tigre, que además tenía las armas, pero sí domesticarlo, de apelar a su corazón, no a la razón, para que hubiese perdón y reconciliació n. Es notable la crónica inicial sobre cómo Mandela decidió esa estrategia en sus último años de cárcel, cuando el mismo régimen que todavía mataba a su gente comenzaba a tratarlo a él con deferencia, en una prisión-VIP, con piscina, gimnasio y TV, para así comenzar a negociar una transición que tambaleó hasta último momento, cuando la ultraderecha amenazó con un golpe de estado.
A carceleros, militares, ministros, servicios de inteligencia y xenófobos, Mandela sedujo hablando en su propio idioma (afrikaan), pero también sobre su propia pasión. El rugby, dice en el libro el teólogo y rugbier negro Arnold Stofile, "era el opio que mantenía a los blancos en una ignorancia feliz, el opio que tenía adormecida Sudáfrica". Negándole la droga feliz, la Sudáfrica blanca podría salir de su sopor, afirmaba Stofile, firme defensor del boicot deportivo en los años del oprobio, violado, entre otros, por los propios Pumas, cuando viajaron bajo el disfraz de Sudamérica XV. Readmitir los partidos internacionales de rugby fue parte de la estrategia de Mandela para ganarse la confianza de la Sudáfrica blanca, que, según Stofile, tenía pan, pero extrañaba el circo. El primer experimento, un partido contra Nueva Zelanda en 1992 en Johannesburgo, fue un fracaso, porque el rugby aprovechó la ocasión para reivindicar himno y bandera del poder blanco. Pero con el Mundial, los Springboks, que hoy tienen entrenador y crack negro, pasaron a ser de símbolo del opresor a sostenes de la democracia, aunque el debate jamás termina. Sólo unos meses atrás se analizó a niveles oficiales si los Springboks debían cambiar su nombre histórico, tomado de la gacela saltarina que habita en las sabanas del sur de Africa, pero que muchos aún hoy vinculan con el opresor. No recuerdan las lecciones de Mandela, ya frágil para intervenir en el debate. Mandela, en rigor, advirtió el poder del deporte. Algunos, es cierto, creen que el deporte es un anestésico poderoso que adormece a la sociedad. Mandela registró que en el deporte perviven lealtades atávicas y lo utilizó como herramienta trasformadora. El formidable libro de Carlin nos dice que esto no hubiese sido posible sin un hombre como Mandela. Sin el factor humano.
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El 24 de mayo de 1995, un día antes del debut ante Australia, Nelson Mandela llegó en helicóptero militar a la concentración de Silvermine, en Ciudad del Cabo. Presidente sudafricano desde un año antes y encarcelado durante 27 años por el régimen racista del apartheid, Mandela hizo unas bromas iniciales y luego habló seriamente al plantel de los Springboks. "Recuerden, todos nosotros, blancos y negros, estamos con ustedes", dijo Mandela a los jugadores de la selección sudafricana de rugby. Emocionado, el centro tres cuartos Hennie Le Roux le regaló su gorra Springbok y el capitán Francois Pienaar lo despidió arengando a sus jugadores: "Hay una persona para la que sabemos que tenemos que jugar, y es el presidente".
Es el comienzo del emotivo tramo final de "El Factor Humano". El excelente libro del periodista inglés John Carlin, en venta desde hace unos días en Buenos Aires, y que Clint Eastwood ya comenzó a filmar en Sudáfrica, con Morgan Freeman en el rol de Mandela, Matt Damon como Pienaar y Scott Eastwood, hijo del director, como Joel Stransky, el medio apertura que anotó todos los puntos en el agónico triunfo 15-12 sobre los All Blacks neocelandeses en la final del Mundial de rugby de 1995. Una victoria que, según Carlin, acaso salvó a Sudáfrica de caer en una guerra civil y permitió el acceso al poder de la mayoría negra sin que fuera necesario derramar más sangre, pese a las cuatro décadas de racismo legalizado.
Mandela, que en su juventud, en 1961, fundó el brazo armado del Congreso Nacional Africano (CNA), fue al día siguiente a la inauguración del Mundial con la gorra de Le Roux. Los jugadores cantaron el himno Die Stem, del gobierno racista, que celebraba la conquista blanca, pero también entonaron el Nkosi Sikelele, el himno oficial de la liberación negra, que pide la intervención de Dios para poner "fin a todos los conflictos" y que durante los años del apartheid era entonado por los negros en sus protestas. Los rugbiers, en su mayoría símbolos de los afrikáner, la minoría opresora blanca de origen holandés, habían aprendido a cantarlo apenas días antes de que comenzara el Mundial. Es uno de los tramos más hermosos del libro de Carlin, de padre escocés y madre española y que de niño vivió seis años en Buenos Aires, donde retornó a los 23, en 1979, e hizo sus primeras armas como periodista en el diario Buenos Aires Herald.
La idea de que los jugadores cantaran el himno negro fue de Morne Du Plessis, un mítico ex capitán de los Springboks, designado manager del equipo en el Mundial 95 y que salió a la plaza el 11 de febrero de 1990, a celebrar la liberación de Mandela. Al día siguiente del debut (victoria de 27-18 sobre Australia, con 22 puntos de Stransky), Du Plessis llevó al plantel a Robben Island. De a uno, los rugbiers entraron a la prisión de 2,5m x 2,1 en la que Mandela pasó 18 de sus 27 años encarcelado. El preso 46664 dormía sobre un colchón de paja, con tres mantas muy finas, y sólo salía de la prisión para realizar trabajos forzados, lavarse con cubos de agua fría o probar comida deprimente, además de sufrir amenazas y castigos del coronel Piet Badenhorst.
Al promediar el Mundial, Mandela fue a una concentración del CNA en una zona rural, de las más castigadas por el apartheid. Se puso la gorra Springbok que le había regalado Le Roux y la multitud lo abucheó. "Esta gorra es en honor de nuestros chicos, que juegan contra Francia mañana por la tarde". Los abucheos siguieron. "No sean cortos de miras, la construcción nacional significa que hay que pagar un precio". No sólo aceptaron su pedido, sino que, además, la población negra, fanática del fútbol, pero no del rugby, comenzó a vibrar tras el emotivo triunfo frente a Francia. Los jugadores
salieron a jugar ante Francia emocionados por el gesto de Mandela, de ponerse la gorra de Le Roux sabiendo que era una afrenta para sus propios seguidores.
Mandela, que hoy a los 90 años ya tiene fallas en su memoria, y confía en el próximo gobierno del polémico candidato del CNA, Jacob Zuma, firme favorito en las elecciones presidenciales del 22 de abril, dio el último gran golpe el día de la final. Fue al Estadio de Ellis Park, corazón de la Sudáfrica racista, vistiendo la camiseta Springbok con el número 6 del capitán Pienaar. "Ese fue un mensaje muy fuerte", me dice Hugo Porta, mítico capitán de Los Pumas, presente en esa final, como embajador argentino en Sudáfrica. "Sólo recuerden que toda esta multitud, tanto negros como blancos, está con ustedes, y que yo estoy con ustedes", arengó Mandela a los jugadores en el vestuario. Dan Moyanne, un periodista nacido en el ghetto de Soweto y exiliado en Mozambique, entonó ante los 62.000 espectadores Shosholoza, una canción de esperanza del trabajador que vuelve a casa, en lengua zulú, mientras a su mente llegaban imágenes de sus compañeros asesinados. "¡Nel-son, Nel-son!", gritó la multitud cuando Mandela entró al campo de juego. El capitán Pienaar se mordió los labios hasta sentir la sangre y no pudo cantar el himno negro porque sintió que si lo hacía quedaría derrumbado por el llanto. Sudáfrica terminó ganando 15-12 en tiempo extra ante la favorita Nueva Zelanda del gigante Jonah Lomu. Y los negros salieron a las calles a festejar como casi nunca.
El relato final del libro de Carlin, quien llegó a jugar de fullback en la Universidad de Oxford, es altamente emotivo. El Mundial de rugby es una gran excusa porque su libro, en rigor, es un homenaje a la grandeza de Mandela. A su decisión, primero, de unir no sólo a su gente, dividida en diversas etnias, sino también de ganarse al enemigo. De no enfrentar al tigre, que además tenía las armas, pero sí domesticarlo, de apelar a su corazón, no a la razón, para que hubiese perdón y reconciliació n. Es notable la crónica inicial sobre cómo Mandela decidió esa estrategia en sus último años de cárcel, cuando el mismo régimen que todavía mataba a su gente comenzaba a tratarlo a él con deferencia, en una prisión-VIP, con piscina, gimnasio y TV, para así comenzar a negociar una transición que tambaleó hasta último momento, cuando la ultraderecha amenazó con un golpe de estado.
A carceleros, militares, ministros, servicios de inteligencia y xenófobos, Mandela sedujo hablando en su propio idioma (afrikaan), pero también sobre su propia pasión. El rugby, dice en el libro el teólogo y rugbier negro Arnold Stofile, "era el opio que mantenía a los blancos en una ignorancia feliz, el opio que tenía adormecida Sudáfrica". Negándole la droga feliz, la Sudáfrica blanca podría salir de su sopor, afirmaba Stofile, firme defensor del boicot deportivo en los años del oprobio, violado, entre otros, por los propios Pumas, cuando viajaron bajo el disfraz de Sudamérica XV. Readmitir los partidos internacionales de rugby fue parte de la estrategia de Mandela para ganarse la confianza de la Sudáfrica blanca, que, según Stofile, tenía pan, pero extrañaba el circo. El primer experimento, un partido contra Nueva Zelanda en 1992 en Johannesburgo, fue un fracaso, porque el rugby aprovechó la ocasión para reivindicar himno y bandera del poder blanco. Pero con el Mundial, los Springboks, que hoy tienen entrenador y crack negro, pasaron a ser de símbolo del opresor a sostenes de la democracia, aunque el debate jamás termina. Sólo unos meses atrás se analizó a niveles oficiales si los Springboks debían cambiar su nombre histórico, tomado de la gacela saltarina que habita en las sabanas del sur de Africa, pero que muchos aún hoy vinculan con el opresor. No recuerdan las lecciones de Mandela, ya frágil para intervenir en el debate. Mandela, en rigor, advirtió el poder del deporte. Algunos, es cierto, creen que el deporte es un anestésico poderoso que adormece a la sociedad. Mandela registró que en el deporte perviven lealtades atávicas y lo utilizó como herramienta trasformadora. El formidable libro de Carlin nos dice que esto no hubiese sido posible sin un hombre como Mandela. Sin el factor humano.